El Mercurio, domingo 4 de septiembre de 2005.
Opinión

Los instintos y la política

Harald Beyer.

Hemos sido testigos de reacciones políticas que responden más bien a instintos que a juicios razonados. Estas reacciones instintivas pueden tener consecuencias impredecibles si se considera que los resultados de la próxima elección presidencial aún no están del todo definidos.

En sus «Principios de Psicología», William James escribía que «podemos estar seguros de que no importando cuán misteriosos nos puedan parecer algunos instintos animales, los nuestros les parecerán aún más misteriosos a ellos». Esta idea de que estamos llenos de instintos puede parecer curiosa, especialmente porque se opone a la idea de que los seres humanos estamos «gobernados» sólo por la razón. Pero esta ceguera hacia los instintos, como la denominaba el propio James, es el resultado de su buen funcionamiento, que nos permite procesar información sin esfuerzo y de manera automática. Claro que detrás de ellos parece haber complejos «programas cognitivos» que descansan sobre una sólida base neuronal.

Esos programas son, de algún modo, las «respuestas» obtenidas a través de selección natural a los problemas adaptativos encontrados durante nuestro proceso evolutivo. Ellas, como han sugerido Cosmides y Tooby, se almacenarían en distintos circuitos neuronales que, además de resolver un problema adaptativo específico, se desarrollarían, sin un esfuerzo consciente y en ausencia de instrucción formal, en todos los seres humanos y se aplicarían sin que realmente sepamos la lógica que los subyace. Además, serían distintos de otras habilidades más generales para procesar información o comportarse inteligentemente. Por cierto, estas características describen aquello que definimos como instinto.

Por cierto, la psicología evolucionaria es controvertida, pero la visión alternativa de que nuestra mente es una pizarra en blanco que se va moldeando a través de la experiencia, de modo que sus contenidos son a fin de cuentas sólo o principalmente el resultado de construcciones sociales, no resulta demasiado convincente. Observando el panorama político nacional reciente es inevitable concluir que los instintos juegan un papel más importante de lo que se cree. De lo contrario, resulta muy difícil explicar el deseo de algunos dirigentes de la UDI, manifestado hasta el viernes pasado, de intentar anular a Andrés Allamand. Por cierto, este partido tiene todo el derecho de presentar una carta partidaria que compita con el ex diputado. Después de todo, el actual senador por la X Norte es de sus filas. Pero es fácil concluir que había algo más de fondo. No cabe duda de que se le querían mostrar los dientes a uno que más adelante puede ser el líder de la manada.

Algo de esto también tuvo el ultimátum que RN emitió respecto de las obligaciones que sus candidatos parlamentarios tenían con Piñera, que todos entendíamos apuntaban como único destinatario a Allamand. Los instintos invitan a extinguir rápidamente las pequeñas muestras de independencia, y no importa demasiado si ello contribuye al objetivo de aumentar el caudal electoral de los respectivos partidos. Por supuesto, esta situación no sólo se da en la oposición. La parcial representación de la DC en el comando presidencial, que está lejos de reflejar las distintas sensibilidades que cohabitan en su interior, es difícil de racionalizar. Parece reflejar un ánimo de castigar a quienes desafiaron los liderazgos tanto de Bachelet como de Zaldívar. De acuerdo con estudios experimentales, este impulso de castigar correspondería precisamente a la solución a un problema adaptativo. En particular, la necesidad de evitar «descuelgues» de una empresa colectiva y asegurar altos niveles de cooperación.

Sin embargo, estos erizamientos de pelaje no son políticamente inofensivos. Es bueno recordar, como lo confirma la primera encuesta ICSO-UDP, que si bien Bachelet tiene contra las cuerdas a sus adversarios políticos, aún no los noquea. Su sólido 44,5 por ciento de los votos no le permite cantar victoria, especialmente porque hace rato muestra una estabilidad en su votación que si bien tiene una lectura positiva, también tiene algo inquietante. Después de todo no se puede olvidar que, además de las ventajas que le otorga la popularidad de Lagos, el buen momento económico y su habilidad política, ha contado con la incapacidad de Lavín y, especialmente, de Piñera, de articular un mensaje adecuado para los tiempos actuales.

Es cierto que mientras su candidatura mantenga ocho puntos de ventaja sobre la suma de los candidatos aliancistas su elección no parece amenazada, pero esa distancia tampoco es tan holgada como para dormirse en los laureles. En la incorporación de la DC quizás se dejó llevar demasiado por ese deseo de castigo -propio o quizás del presidente de la DC-, creando una pequeña e innecesaria tensión en su coalición. Podrá argumentarse que desde la Presidencia podrá reparar eventuales daños o rearticular sus alianzas, pero primero debe asegurar su elección, y los impulsos en política pueden terminar pagándose caros. De acuerdo, para la Alianza no es tan fácil levantar una amenaza creíble, más aún cuando todos los vientos favorecen al velero concertacionista. Con todo, ahora que ha despejado su equipo parlamentario y, como las aves en tiempos de conquista, ha optado por despegar todas sus plumas evitando conflictos que ahoguen a sus figuras; si, además, sus candidatos parlamentarios y presidenciales desarrollan sus campañas electorales en una relativa armonía y promuevan un mensaje que invite a los electores a un proyecto interesante, las distancias pueden comenzar a acortarse y, en ese caso, la candidatura de Bachelet será efectivamente puesta a prueba.