El Mercurio, 19/11/2011
Opinión

La vida en comunidad

Harald Beyer.

El pluralismo en las sociedades abiertas es una realidad inevitable e irreversible. Y claro está, genera una multiplicidad de fines y valores que no siempre se pueden reconciliar armónicamente. Estas tensiones son propias de la modernidad y hay que aprender a convivir con ellas, sobre todo porque muchos de esos fines y valores son inconmensurables e incluso rivales entre sí. No caben, entonces, ordenamientos precisos.

Como ha sostenido Isaiah Berlin, «suponer que todos los valores pueden ponerse en los diferentes grados de una sola escala, de manera que no haga falta más que mirar a ésta para determinar cuál es superior, me parece que es falsificar el conocimiento que tenemos de que los hombres son agentes libres, y representar las decisiones morales como operaciones que, en principio, pudieran realizar las reglas del cálculo».

Por supuesto, esto no significa relativismo como habitualmente se plantea. Incluso los valores pueden ser compartidos, pero su ordenamiento diverso para distintas personas. Además, estos valores y fines que pueden competir entre sí no son infinitos. Están todos ellos, como afirma el propio Berlin, «dentro del horizonte humano».

Para reconocerlos, obviamente tiene que haber libertad para elegirlos. Los límites a la libertad que tan a menudo se quieren imponer a través del Estado son, entonces, formas de tratar de anular los ordenamientos individuales, intentar desconocer que hay tensiones o sencillamente una forma de menospreciar a otros que no comparten nuestra particular visión moral.

Esa convicción errónea de que los valores y fines pueden ser ilimitados es uno de los elementos centrales que están a la base de la desconfianza en personas que son distintas.

Qué otra explicación puede tener que el Senado al aprobar la ley antidiscriminación, que sin duda es un gran avance, quiera dejar plasmado en ella -después de incluir la orientación sexual en la enumeración de los motivos que, en particular, se mencionan como posible fuente de discriminación- un ejemplo que claramente es humillante para esas personas.

Se expresa en el inciso segundo del artículo 2 que «no podrá reclamar discriminación por orientación sexual un individuo que deba responder por actos sexuales violentos, incestuosos, dirigidos a menores de edad cuando tengan el carácter de delito, o que, en los términos de la ley vigente, ofendan el pudor.» Estas líneas son claramente innecesarias y quizás la señal más evidente de que leyes como éstas son indispensables y no bastan las garantías constitucionales para evitar la discriminación.

La vida en comunidad en una sociedad abierta y global exige mayores reconocimientos de los otros. Es indudable que al enumerar, en particular, a algunos grupos de la sociedad existe el riesgo de que una ley como ésta termine concediéndoles un trato privilegiado en conflictos específicos, pero ese riesgo vale la pena correrlo en comunidades, como la nuestra, donde la aceptación del otro no ha sido históricamente fácil. Por lo demás, la ley toma tantos resguardos que esa posibilidad es muy reducida. Hay finalmente un esfuerzo, por cierto discutible, por minimizar las tensiones que son inevitables en una sociedad plural.

LA CONVICCIÓN ERRÓNEA DE QUE LOS VALORES Y FINES PUEDEN SER ILIMITADOS ES UNO DE LOS ELEMENTOS EN QUE SE BASA LA DESCONFIANZA EN PERSONAS QUE SON DISTINTAS.