Durante muchos años, Irlanda fue vista como un modelo económico para el resto del mundo. En el último tiempo, la admiración ha cesado. Pero hay otra dimensión, algo oculta debajo de la crisis financiera y fiscal, que comienza a abrirse paso como un nuevo modelo, y diversas naciones comienzan a estudiar con atención e incluso a imitarlo. Antes de explicitarlo, es bueno recordar que probablemente no hay ningún otro país en el mundo donde su identidad esté tan vinculada a la Iglesia Católica. Quizás ello mismo ayude a explicar que sea en este país donde la crisis que esta Iglesia está enfrentando en todo el mundo, como consecuencia de los innumerables casos de abuso sexual que comienzan a emerger con inusitada fuerza al igual que antes ocurrió en Estados Unidos, alcance una mayor profundidad.
En Irlanda, a diferencia de aquel país, el shock no se ha producido sólo por los casos de abuso sexual, por cierto impactantes, sino por el activo ocultamiento que se intentó hacer de ellos con el propósito de proteger a los abusadores antes que a las víctimas. Es atendible que el instinto primario de la institución y sus líderes haya sido evitar el costo que los delitos cometidos le iban a significar. No obstante, cabía esperar que esa inclinación iba rápidamente a dar paso a una reflexión acorde con una de sus misiones principales: ponerse del lado de las víctimas y de los más débiles. Ese estándar era lo mínimo a que los irlandeses aspiraban. Después de todo, un propósito bastante compartido por los irlandeses es ser fiel al catolicismo. Pero ese proyecto ha quedado detenido: fallaron aquellos que no debían haberlo hecho.
La escasa voluntad de la Iglesia de aclarar los abusos llevó a instalar comisiones financiadas con dineros públicos y jueces a cargo de ellas con el objetivo de dilucidar las responsabilidades de abusadores y encubridores. Son tres los informes emitidos que no han hecho más que aumentar la furia de la población, sobre todo de los católicos, ante la magnitud de los daños provocados y la extensión en que los hechos fueron ocultados. Es este fenómeno, la creación de comisiones para investigar esta situación, el que comienza a instalarse como un nuevo modelo irlandés. En Quebec, Canadá, ya se ha seguido el mismo camino, tomando como referencia precisamente la experiencia irlandesa. En otros países esa posibilidad se está evaluando seriamente. En todos ellos, como respuesta a la incapacidad mostrada por la Iglesia Católica para enfrentar con seriedad y valentía moral esta situación.
La misma incapacidad que ha demostrado la jerarquía de esta Iglesia en nuestro país. Queda la impresión de que no hubiese estado al tanto de la imposibilidad de ocultar los abusos y menos del rechazo que provoca en su propia feligresía la poca consideración hacia las víctimas. No ha estado disponible para apartar y denunciar con decisión a los abusadores, decisiones que han tomado ya hace un buen tiempo las jerarquías de otras latitudes. Es cosa de recordar, por ejemplo, la política de tolerancia cero con los abusos acordada por los obispos estadounidenses en 2002, postura moderada levemente después por presiones del Vaticano. Este, hay que reconocerlo, ha sido algo errático en su actuación en este frente, creando oportunidades para posiciones opacas y ocultadoras de la realidad. No obstante, crecientemente, a pesar de que todavía exhibe algunas vacilaciones, ha hecho suya esa postura originada en la América del Norte.
El cardenal Errázuriz no ha estado en esta dimensión a la altura esperada, pero sería injusto centrar sólo en él la crítica. La verdad es que en otros países han sido las conferencias episcopales las que han liderado el reconocimiento de los abusos y el traspaso de antecedentes a las autoridades correspondientes. En Chile no ha sido un actor en este campo. Si la Iglesia Católica chilena no se pone a la altura de las circunstancias, también aquí puede instalarse el modelo irlandés: no el económico, sino aquel que ha permitido revelar los abusos, dar cuenta de abusadores y acabar con las redes de protección en el país de Joyce y Yeats.