Quizás la opción más sensata sea ensayar distintas fórmulas descentralizadas, evaluarlas y elegir la más eficiente, sin descartar a priori la municipalización.
El acuerdo educacional entre Gobierno y oposición abrió -sobre todo dentro del oficialismo- un debate en torno a otros temas que, aunque relacionados, exceden el ámbito de aquél, que se refiere a la Ley General y al sistema de aseguramiento de la calidad de la educación. Uno de ellos es el de la municipalización de la educación pública. Algunos grupos han planteado su término, aunque no hay claridad respecto de cuál es la organización alternativa que se postula. Los sectores que propician ponerle fin parecen ver en ello la posibilidad de recuperar dinamismo para esta forma de educación. La conexión parece obvia si se observa que su matrícula cayó desde proporciones cercanas a 80 por ciento, en 1981 -la municipalización de las escuelas públicas se decretó en 1980-, a las actuales, del orden de 45 por ciento.
Sin embargo, ese análisis olvida que durante gran parte del siglo XX la matrícula pública -entonces con los establecimientos en manos del Estado- se redujo drásticamente. Por ejemplo, en el nivel primario se acercaba al 90 por ciento en la década de 1920, pero sólo al 65 por ciento a comienzos de los años 60. La detención e, incluso, reversión parcial de este proceso obedece, más que a un acierto de la educación estatal, a cierto «estrangulamiento» financiero al que se sometió a la educación privada subvencionada en esa época. Evidentemente, ésta no es una buena forma de rescatar a la enseñanza pública y, menos, de asegurarles a los padres, niños y jóvenes una educación de calidad.
Los antecedentes disponibles sugieren, en consecuencia, que la causa de los problemas de dicha educación frente a la competencia privada no está en la forma de organización: su matrícula ha caído tanto bajo el Estado docente como durante la municipalización. Las razones principales son bastante obvias y dicen relación con el hecho de que los intereses de las familias y de sus hijos no han estado en el centro de las preocupaciones de los establecimientos estatales.
La educación pública ha sido capturada históricamente por intereses particulares, como lo son los de los profesores. Los arreglos institucionales que se han ido configurando -el Estatuto Docente es el más obvio de ellos- están totalmente alejados de los intereses ciudadanos.
No debe extrañar que, en estas circunstancias, las familias busquen alternativas, representadas por la educación privada. Obviamente, también ésta está lejos de ser perfecta. Las asimetrías de información que existen entre los colegios y los padres o apoderados, y la insuficiente información pública sobre la marcha de aquéllos pueden limitar sus beneficios potenciales. Con todo, al menos deben responder con agilidad a los requerimientos de los padres, si quieren que éstos envíen a sus hijos a sus aulas. Cabe notar que el acuerdo entre Concertación y Alianza contribuye a reducir dichas asimetrías e insuficiencias de manera significativa.
Los interesados en rescatar la educación pública deberían ponerse como primera tarea terminar con su captura por actores que están preocupados de sus propios intereses. Antes que la desmunicipalización, ése es el camino para reforzar esta educación. Por cierto, se pueden discutir formas alternativas de organización. Con todo, debe imponerse la restricción de que éstas sean descentralizadas, porque, de otro modo, el Estado se convierte en proveedor y fiscalizador de sus propios establecimientos, sin capacidad de mantener la distancia suficiente para evaluar su marcha. En tal esquema, la posibilidad de avance de la educación pública se desvanece. Quizás la opción más sensata sea ensayar distintas fórmulas descentralizadas, evaluarlas y elegir la más eficiente, sin descartar a priori la municipalización.
Ese ensayo debería, en todo caso, evitar organizaciones regionales para la educación pública. Las regiones en nuestro país no son independientes del gobierno central, y su legitimidad no emana de las poblaciones locales. Se pueden producir, entonces, los mismos problemas que surgirían si los establecimientos estuviesen en manos de los gobiernos centrales. Por ello, no es casual que en la inmensa mayoría de los países industrializados la gestión de la educación pública se realice descentralizadamente. Incluso, en algunos pequeños -donde hasta hace no muchos años los establecimientos públicos estaban en manos del gobierno central-, ellos se han traspasado a las comunidades locales.