El estallido social de 2019 fue el punto crítico que materializó el “efecto dominó” en la sociedad chilena; el robusto castillo de hormigón armado no estaba hecho a prueba de terremotos. La pandemia también aportó lo suyo.
Cuando las incubaciones de crisis se esconden tras pretensiones excesivas de estabilidad y la semántica de los “hechos aislados”, llega un punto crítico después del cual la avalancha de consecuencias indeseables se despliega en todas direcciones. En esos momentos, como lo advertía el historiador suizo Jacob Burckhardt a inicios del siglo XX, “el contagio se extiende con la rapidez del rayo () y hay por lo menos una cosa en la que todos se entienden, aunque solo sea un vago las cosas tienen que cambiar”.
El estallido social de 2019 fue el punto crítico que materializó el “efecto dominó” en la sociedad chilena; el robusto castillo de hormigón armado no estaba hecho a prueba de terremotos. La pandemia también aportó lo suyo. Antes de estos eventos, Chile parecía tener la receta de la estabilidad institucional, política, económica; después, la crisis se expandió con la velocidad del rayo. Los “brotes aislados” de violencia se convirtieron en revolución etnonacional, ajusticiamientos en la vía pública y crimen organizado; la salida institucional a la crisis se transformó en doble fracaso constitucional; la autoproclamada superioridad moral de la renovación política devino en que los apoderados tuvieran que hacerse cargo de las tareas; y la debilidad del crecimiento económico se radicalizó gracias al populismo de los retiros, los mismos que hoy se buscan reponer en un formato “controlado”, como disculpándose por adelantado de la contribución a la continuidad de la avalancha.
Aquella estabilidad se encontraba pesadamente oculta tras un denso velo de autoindulgencia; una vez descubierto, se hizo claro que el malestar se había transformado en daño individual, institucional y político. Individual porque los planes de vida de la mayoría se hacen irrealizables con crecimiento limitado, informalidad, violencia en alza, esperas en hospitales, sobrecargas familiares por salud y vejez de los miembros, y escuelas que cierran para que pase libremente el funeral narco. Institucional, porque el banco central de la confianza restringió la emisión de circulante a tribunales, iglesias, partidos y gobierno, e hizo evidente la ausencia de estrategia para contener los daños. Y daño político, porque en la desesperación de la indiferencia de los públicos, la tentación de aclamación fácil se transforma de manera inevitable en política performática, como ha sucedido con las propuestas de estado de sitio para la ciudad de Santiago, el intento de voto obligatorio sin sanción en la semana reciente, o la cárcel de alta seguridad en el barrio “periférico” de Lo Barnechea.
No es claro que todos entiendan que “las cosas tienen que cambiar”, como sostenía Burckhardt. La autoindulgencia retorna cuando los daños son de otros. La conciencia de crisis exige una política de contención de daños. Cuando el malestar se ha transformado en daño, los golpes en la niebla solo acrecientan la avalancha.