Cuando dices: no me importas tú, sino lo que lees, das a entender sin declaraciones melosas que te importa mucho quién sea efectivamente la humanidad que está al cuidado, en el contacto con el libro.
El día de los bibliotecarios es tanto o más importante que el día del libro, pues son estas personas quienes los clasifican, los cuidan y también los leen, a diferencia de otras que no los clasifican, no los cuidan ni menos los leen.
Hace unos días, el escritor Felipe Morales, mi ayudante del curso Derecho y Literatura que realiza un máster de creación en la Universidad de Nueva York, iba caminando por un parque de esa ciudad cuando se fijó en un hombre que leía un libro sentado al borde del sendero. Morales se inclinó levemente para ver la portada y así enterarse qué libro estaba siendo leído ahí, a la orilla de ese sendero. Su lector interrumpió la lectura y le gritó:
—¡Acaso un afroamericano no puede leer!
Nuestro escritor en Nueva York se detuvo y le contestó:
—¿Qué dices?
—Eso, ¿acaso te parece increíble que un afroamericano esté leyendo que me miras así?
Efectivamente, aquel era un hombre de color que leía un libro.
Morales se acercó y le dijo:
—Amigo, tú no me interesas, es más, las personas no me interesan, lo que me importa son los libros, y tú tienes uno, eso es todo.
El lector quedó descolocado y no pudo evitar una sonrisa.
—Además, estás leyendo a Lovecraft, un famoso racista.
El lector afroamericano de Lovecraft explicó que tenía curiosidad por los libros en general.
Esta historia de la vida real me recordó una que sufrí en mi primer día de clases en 2002.
Acababa de llegar del campo y esperaba, aquella mañana, la micro en un paradero. Una mujer junto a su pareja también. En mis lares no veía gente con libros tan grandes en la calle. La mujer tenía apoyado contra su busto uno gigantesco. Instintivamente, yo busqué con la mirada la portada, para averiguar qué libro era ese.
El hombre que la acompañaba me increpó y casi me empuja. A mí no se me ocurrió decirle: amigo, no me importan las formas de tu fermosa dama, sino el libro que lleva.
Porque los libros, es verdad, han sido motivo de hogueras y guerras, pero también de encuentros pacíficos de la humanidad. Sin ir más lejos, la literatura que hace un par de siglos empezó a ser traducida mejoró el diálogo entre las naciones. Unos pueblos pudieron leer a los genios que solo conocían los suyos de origen.
La señora María Cecilia Vega, madre de una amiga, cuya primogénita se casó con un neozelandés, un gran hombre de trabajo de esos que siguen el rugby maorí y toman cerveza, le habla maravillas de la escritora neozelandesa Katherine Mansfield. Él no le ha dedicado mayor lectura, pero se alegra que una de sus connacionales haya conquistado un corazón al otro lado del océano, como preparando los encuentros para las personas comunes y corrientes que proceden de rincones muy distintos.
Esa diplomacia cultural no oficial fue posible gracias a esas personas, algunas de las cuales se acuerdan a veces de que valen más porque leen. Porque cuando dices: no me importas tú, sino lo que lees, das a entender sin declaraciones melosas que te importa mucho quién sea efectivamente la humanidad que está al cuidado, en el contacto con el libro.