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Moralejas psicopolíticas de ayer y hoy

Joaquín Trujillo S..

Moralejas psicopolíticas de ayer y hoy

El fantasma que gusta exhibir la ilegitimidad del orden institucional nunca se esfuma, lo cual no significa que haya que ceder a él.

A pesar que el país sigue en un desempeño económico mediocre, la tensión entre la legalidad jurídica, por un lado, y la política, por el otro, pareciera estabilizarse.

Recordemos que durante décadas se insistió, especialmente desde la academia progresista, que la Constitución vigente era ilegítima en razón de su origen autoritario, además de su rigidez (altos quórum de modificación). El gran argumento era que una estructura institucional de este tipo impedía a la política realizar sus transformaciones y, por ende, la ponía en situación de desborde institucional.

Los dos procesos constitucionales fallidos demostraron que esa ilegitimidad, de ser real, no revestía la gravedad que se pretendía. Y por eso mismo resultaron frustrados en su opción de reemplazar las actuales reglas del juego constitucional por unas nuevas. A consecuencia de estas dos fuerzas contrarias, la actual Constitución quedó simbólicamente más centrada.

El fantasma que gusta exhibir la ilegitimidad del orden institucional nunca se esfuma, lo cual no significa que haya que ceder a él.

Por ejemplo, cada tanto vemos cómo se intenta vulnerar la Constitución. La estrategia filosófica detrás supone horadarla a punta de golpes de supuesta realidad. La idea es que el orden constitucional se vea insuficiente ante la contundencia de los crudos hechos sociales. Así, quedaría demostrado que la política es siempre superior a la Constitución y que, tarde o temprano, la primera logrará las condiciones para devaluar a la segunda.

Esta manera de entender las tensiones institucionales no sería tan grave si, al menos, quienes la propugnan admitieran que por sobre la política prospera siempre una ética o, por decirlo con mejores palabras, una constitución moral profunda. Aquello que planteó siempre Aristóteles: que la política es una prolongación de la ética en la vida pública.

Sin esta aclaración, a la política que esgrimen quienes la proclaman por sobre cualquier lazo institucional o normativo, pareciera que la entendieran como un ámbito carente de cualquier noción de reglas. Una visión que algo tiene en común con la sociopatía, con esa perturbadora forma de ser según la cual las normas son una cadena de estupideces más o menos obsoletas que solo rigen para los tontos que se dejan atar por ella.

Por lo mismo, creo que lo que corresponde exigir en Chile es que los políticos presenten sus credenciales de convicción ética ante el pueblo.

Las excepciones en la vida existen, los efectos, por ejemplo, de grandes catástrofes naturales. Pues bien, el juego político no tiene derecho a imitar estas excepciones en el mundo institucional y luego escandalizarse porque la gente descubre en ese comportamiento una suerte de patología psicopolítica.

Eso no supone, por supuesto, que la única manera de estar en el mundo de las instituciones sea a la manera de un sobreadaptado, una personalidad cuyo único propósito es encajar sin fricción ninguna.