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Democracia exprés

Ariadna Chuaqui R..

Democracia exprés

Si la política se convierte en una serie de decretos ejecutivos y decisiones verticales, ¿qué queda de la democracia? Gobernar sin desacuerdos es, simplemente, gobernar sin democracia.

La escena se repite con matices distintos, pero con una constante inalterable: un liderazgo que promete acción inmediata, eficiencia sin trabas y una administración desprovista de los enredos de la política tradicional. Desde su primer día en el cargo, Donald Trump ha consolidado su imagen de gobernante resuelto, dispuesto a ejecutar con rapidez y decisión.

En menos de 24 horas, firmó 26 órdenes ejecutivas, más que cualquier otro presidente en la historia de EE.UU., la mayoría con acción inmediata: concedió indultos a más de 1.500 implicados en el asalto al Capitolio; ordenó la deportación de inmigrantes irregulares sin distinción de condenas; desmanteló los programas de diversidad, equidad e inclusión del gobierno federal; y retiró a EE.UU. del Acuerdo de París y de la OMS, entre muchas otras medidas.

Este liderazgo parece responder a una demanda creciente por líderes que, ante todo, produzcan resultados. En el fondo subyace una creencia peligrosa: que gobernar es simplemente un problema de gestión. El Estado deja de ser un espacio de deliberación y se convierte en una máquina que resuelve problemas de manera expedita. Es el tipo de narrativa que alimenta la idea de que la política es un estorbo y que el desacuerdo es un problema, no un elemento central de la democracia.

El atractivo de este modelo es evidente. Un gobierno ágil, sin demoras ni negociaciones interminables, resulta especialmente seductor en tiempos de crisis. En Chile, este fenómeno se encuentra latente, alimentado por el creciente desencanto con la democracia y la desconfianza en los partidos políticos y el Congreso. La última Encuesta CEP lo deja en claro: un 31% de la población declara que le es indiferente vivir bajo un régimen democrático o uno autoritario.

Pero la inmediatez tiene un costo. La democracia no es sólo un mecanismo para tomar decisiones, sino un espacio de diálogo y construcción de legitimidad. La historia ha mostrado que los acuerdos logrados entre sectores con visiones distintas generan estabilidad y confianza en las instituciones.

El caso de la reciente reforma de pensiones en Chile es un ejemplo de la importancia del diálogo democrático. Tras décadas de desencuentros, finalmente se llegó a un acuerdo que implicó cesiones de ambos lados.

Este tipo de pactos no solo entregan legitimidad, sino que generan cambios con mayor estabilidad a largo plazo. Un modelo de gobierno basado en órdenes ejecutivas y decisiones unilaterales puede parecer más efectivo en el corto plazo, pero abre la puerta a liderazgos que, bajo la justificación de la eficiencia e inmediatez, concentran el poder y debilitan los contrapesos democráticos, aumentando el riesgo de deriva autoritaria.

Trump ha dejado claro cuál será la impronta de su nuevo mandato. Su primer día en la Casa Blanca sentó el precedente: gobernar es tomar decisiones sin demora, sin los frenos de la negociación política. Pero si la política se convierte en una serie de decretos ejecutivos y decisiones verticales, ¿qué queda de la democracia? Gobernar sin desacuerdos es, simplemente, gobernar sin democracia.