El desafío actual de la democracia chilena consiste entonces en comprender y reducir esa indiferencia. No en ponerse un precio en la vitrina de quién restringe más las libertades públicas y privadas.
Una pregunta relevante de la Encuesta CEP para percibir la sensibilidad política del momento es aquella sobre la preferencia por el régimen de gobierno: democracia, autoritarismo o “le da lo mismo”. Llamaré a este último “indiferente”. Hoy, un 47% se inclina por la democracia y un 17% prefiere un gobierno autoritario “en algunas circunstancias”. La novedad de los últimos años es “el indiferente”.
En los datos de la encuesta, esta opción alcanza el 31% y está en alza desde 2017, cuando superó al “autoritario” con 20% sobre 18,7%. Desde ahí no para de subir. El indiferente tiene 45 y más años, con media incompleta, se concentra en el norte (donde la preferencia por la democracia es más baja) y en la zona austral; “no sabe o no responde” sobre su posición política, vota predominantemente nulo o blanco y es neutro frente al gobierno actual o lo desaprueba.
El indiferente no es necesariamente antidemocrático, aunque crece más a costa de la preferencia por la democracia que del autoritarismo. Tampoco habría que considerarlo como un votante moderado de centro. Más bien tiende a probar con nuevas ofertas: con los independientes en la Convención, con el PDG en su momento, con Republicanos en el Consejo, con candidatos nuevos en las recientes elecciones municipales y de gobernadores. Está en una especie de forum shopping, como en un Tinder político esperando a alguien que dé orden a la volatilidad de la vida. Por eso figuras como Putin, Bukele o Trump llaman su atención: imaginan un líder que reinvente el bien y el mal y controle (no importa el precio) la inseguridad en la que habitan, desde la delincuencia hasta el bajo crecimiento y el cambio climático.
El indiferente no es un nuevo “sujeto de la historia”; tiene consciencia de sí, pero no de clase. Más bien es anticlase, contrario a las “élites corruptas” que a la vez secretamente admira, pero también opuesto al “pueblo” y a las grandes movilizaciones que lo despersonalizan. Nació en el ámbito del trabajo con reglas de mercado. Con esfuerzo y resiliencia aprendió de ellas a porrazos, a través de ensayo y error. En ese contexto ha tenido un avance relativo, con perspectivas de estabilidad mientras no haya desviaciones. Cree en sí mismo; no en instituciones o derechos abstractos. Es pragmático; espera un sustrato de orden, y por él, está dispuesto a dar saltos al vacío apostando por quien crea pueda materializarlo.
El indiferente no es el único que espera estas cosas, pero siente que arriesga todo en la incertidumbre de nuestro tiempo. El desafío actual de la democracia chilena consiste entonces en comprender y reducir esa indiferencia. No en ponerse un precio en la vitrina de quién restringe más las libertades públicas y privadas.