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La era del riesgo

Aldo Mascareño.

La era del riesgo

El estallido marcó un cambio en la forma de experimentar la decepción: hoy se distingue mejor entre riesgos propios y peligros institucionalizados.

En las últimas décadas del siglo XX, la sociedad europea inauguró su era del riesgo con el estallido radioactivo de Chernobyl; en las primeras décadas del siglo XXI, Chile inauguró la suya con el estallido social. No es que el riesgo no existiera, pero la diferencia está en que comienza a ser vivenciado de manera cotidiana. Ya no es la magia, la brujería, la voluntad divina o el fin de la historia la que produce la carga de decepciones del presente, sino la conducta habitual de los demás, incluida la propia, en tanto “otro” de los demás.

La vivencia del riesgo conecta una decisión presente con la posibilidad de un daño futuro. La situación puede ser trivial, como decidir seguir una nueva ruta y demorarse una hora más; pero también puede ser significativa, como tomar un crédito para una operación compleja y luego seguir viviendo, pero endeudado. El estallido marcó un cambio en la forma de experimentar la decepción: hoy se distingue mejor entre riesgos propios y peligros institucionalizados.

Uno puede equivocarse: “debí haber estudiado otra carrera”, pero una mala educación universitaria, o carreras sin campo laboral, se entienden como irresponsabilidades institucionalizadas. Acepto el error de haber votado por un candidato que no dio el ancho, pero la renuncia generalizada al diálogo es no hacer la pega política (de ahí los rechazos constitucionales). También puedo tolerar vivir en periferias, pero no tener que ir esquivando asaltantes, funerales narco o portonazos en el trayecto a casa. Ya no es la “mala suerte”, sino la incompetencia institucional en el control del delito.

Incluso hoy se puede aceptar protestar, pero no quemar iglesias, embajadas y negocios; eso es daño para todos. Antes del estallido se denominaba “malestar” a este tipo de experiencias; hoy son riesgos propios y peligros institucionales que producen daños irreparables.

Si algo enseñó el estallido es que, en la era del riesgo, no hay soluciones triviales ni finales. El autoritarismo puede proponer estado de excepción permanente, pero ello anula el Estado de derecho. El populismo puede prometer expulsar a todos los migrantes, pero nadie quisiera falta de profesionales en servicios, escuelas sin alumnos, ni renunciar al delivery. La “seguridad humana” puede sugerir una meta colectiva, pero decidir seguirla es también un riesgo que puede lamentar demasiada unidad y autocomplacencia. El riesgo disolvió el Paraíso: había una serpiente que anunciaba daños futuros.

Una política moderna hoy exige atención a las fuentes de riesgo y a los peligros de la incompetencia y sus encubrimientos. Pero también exige escepticismo frente a recetas fáciles e infalibles. Se puede seguir viviendo en un mundo controlado por “el destino” y no tomar el avión porque podría caerse, pero la tierra “segura” también se puede abrir, como sucedió en el estallido.