El tiempo de la prevención nunca pasa, pero ahora es preciso intervenir cortando vínculos de red, modularizando y fragmentando las redes delictuales para disolverlas por partes y evitar que el contagio se expanda hacia más territorios, hacia las instituciones policiales o la política.
En su libro “Delincuencia común en Chile”, la socióloga Doris Cooper sintetizó, en 1994, sus investigaciones en el país. Reconstruía lo que entonces se denominaba “el hampa”: un conjunto estratificado de delincuentes que iban desde asaltantes y lanzas hasta cogoteros y “choros de esquina”. Tenían una “ética del hampa”, cuyo valor central era no hacer daño innecesario, pues ello no era propio del “ladrón profesional”, el escalafón más alto en la estratificación de la delincuencia. Quienes ejercían violencia desprestigiaban la profesión. El ladrón debía ser racional y no hacer daño a la víctima. Los violentos y los que robaban a los pobres eran lo más bajo en la escala de prestigio. Se trataba generalmente de personas bajo efectos del alcohol y drogas.
La investigación de Cooper es extraordinaria. Hoy, sin embargo, nadie atribuiría al “ladrón profesional” los siete asesinatos del fin de semana pasado; tampoco los 17 de hace unas semanas, o los recurrentes “ajustes de cuenta” que dejan un brazo en el norte y una pierna en el sur de la ciudad.
En la última Encuesta CEP, un 85% de la población se siente muy preocupado de ser víctima de delitos violentos; el 91% opina que el tráfico de drogas aumentó en el país y un 49% que aumentó en el propio barrio. Los mayores temores son ser asaltado en casa, en la vía pública o verse involucrado en balaceras, y el principal grupo al que se atribuye responsabilidad en esto es el narcotráfico y su característico uso de armas. La imagen que emerge no es la del hampa y su ética estilo Robin Hood, sino la del crimen organizado basado en el ejercicio de la violencia.
La delincuencia es preocupación constante de los chilenos, pero en años recientes tuvo lugar una doble inversión: la violencia, que antes desprestigiaba, hoy es el primer recurso de ascenso en la nueva estratificación delictiva; y la acción solitaria del antiguo asaltante dio paso a redes criminales cada vez más densas e interconectadas. Que el arma utilizada en el robo a Brinks haya sido usada en el ataque a la exministra Siches es solo uno de muchos ejemplos.
En una entrevista en 2000, Cooper decía “podemos llenar Latinoamérica de cárceles y no vamos a arreglar nada”. Y concluía: “Así como van las cosas, y mientras no haya prevención, no hay marcha atrás”. Tenía razón: la doble inversión ya se produjo. El tiempo de la prevención nunca pasa, pero ahora es preciso intervenir cortando vínculos de red, modularizando y fragmentando las redes delictuales para disolverlas por partes y evitar que el contagio se expanda hacia más territorios, hacia las instituciones policiales o la política. El punto crítico de ese otro viaje sin retorno aún no llega, pero se acerca.