Resulta al menos paradójico -y también peligroso- que como sociedad no problematizamos las medidas e instrumentos que la política despliega sobre los cuerpos de las personas, especialmente sobre el cuerpo de los niños.
A la controversia suscitada por el acceso a tratamientos hormonales en niños con disforia de género -cuyo fin es bloquear el desarrollo de la pubertad cuando comienza a manifestarse y que en Chile algunos médicos prescriben a menores de 10 años- le subyace el difícil asunto de la autonomía individual sobre el cuerpo al que pueden aspirar los niños para definir su identidad.
La modernidad reconoce a los individuos como soberanos de sí mismos. En sociedades estamentales y estratificadas, las personas y su cuerpo adquieren significado en su relación con el mundo físico y social. La modernidad, a cambio, alienta a las personas a definir su propia identidad. La identidad es la capacidad de considerarse a uno mismo como objeto, construyendo una narrativa sobre sí mismo a través de un proceso que es, a la vez, cultural, social y material. Es cultural porque involucra ciertas categorías compartidas, como las de etnia o género. Es también social pues implica una referencia a los otros. Y es material en cuanto las personas proyectan simbólicamente su “sí mismo” en cosas, partiendo por su cuerpo.
El sustrato corporal de la identidad es tan crucial para la sociedad moderna que es protegido por los derechos humanos. La modernidad ha desarrollado una semántica en que el individuo se ve como desconocido, extraño y libre.
Por lo mismo, la participación social requiere proteger las condiciones para la auto-presentación individual, posibilitando así el reconocimiento de los otros. Los derechos humanos no solo exigen respeto por el cuerpo; permiten, además, que un individuo sea una persona capaz de expresar opiniones y ser responsable de ellas.
Los derechos humanos protegen al cuerpo de los individuos principalmente de las acciones del poder político, especialmente del Estado. Se trata de un mecanismo jurídico de autocontención para el ejercicio de la violencia física. Así, la modernidad dio protección al cuerpo, situándolo al margen de la acción del poder político. Frente a este último, los derechos humanos garantizan su integridad y la posibilidad de los individuos de participar en sociedad como personas.
Resulta al menos paradójico -y también peligroso- que como sociedad no problematizamos las medidas e instrumentos que la política despliega sobre los cuerpos de las personas, especialmente sobre el cuerpo de los niños. El proceso de construcción de identidad contempla una dimensión corporal, pero es, sobre todo, una capacidad que adquiere progresivamente con el tiempo.
No es razonable que un menor de 10 años pueda tomar responsablemente una decisión de inhibir el desarrollo de su cuerpo -con consecuencias permanentes- mediante tratamientos hormonales facilitados por el Estado, cuyos efectos no han sido completamente estudiados. Es fijar médicamente la identidad cuando ella aún está en construcción. Además, la política hormonal para tratar la disforia de género en menores de edad es una forma de reingresar el cuerpo al ámbito de acción de la política que debe, al menos, ser cuidadosamente justificada.