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Permisocracia

Leonidas Montes L..

Permisocracia

La distinción entre trámite y permiso es crucial. Perdidos en la selva regulatoria, aparece un Estado que ahoga. Es más, con la “permisología”, el Leviatán podría dejar de ser objetivo e imparcial para convertirse en una figura caprichosa o discrecional.

Hace años, en ese otro Chile boyante, la queja del mundo empresarial eran los “lomos de toro” para sacar adelante proyectos de inversión. Esa metáfora se refería a despejar el camino para avanzar más rápido. Ahora ya no se habla de lomos de toro ni de trámites que retrasan o entorpecen la inversión, sino de “permisología”. El lenguaje, como nos enseñó Wittgenstein, es nuestro mundo. Y esta palabra es reflejo de una nueva realidad. El uso de la expresión permisología, una palabra que todavía no aparece en el diccionario de la RAE, es síntoma de algo más profundo.

Partamos por la dura realidad. Existen al menos 439 trámites que retrasan la inversión. En esta pesadilla burocrática intervienen 37 servicios estatales que administran unos 309 permisos sectoriales. La lucha por los permisos para una planta desaladora tarda unos 12 años. Un proyecto minero, más de 9 años. Y, por si fuera poco, todavía hay más de diez hospitales públicos que no se pueden recibir por permisología. Monumentos Nacionales, por ejemplo, acumula restos arqueológicos y vestigios en bodegas.

Hacer un proyecto de inversión grande, mediano o pequeño, esperando la aprobación de todos los permisos, es atrevido y heroico. Las temidas siglas DIA y SEIA —el año pasado este servicio acumulaba 54.000 millones de dólares en evaluación— ahuyentan al más arriesgado. Ahora bien, esta realidad no solo la viven las grandes empresas. También las pymes y los pequeños emprendedores. Instale un café, un bar o un restaurante y será víctima de la permisología. Cumplir con todas las exigencias es difícil. Incluso puede llegar a ser kafkiano.

Somos campeones en procedimientos regulatorios que estrangulan la economía. El año pasado perdimos 2.000 millones de dólares por permisología. Recientemente, la comisión Marfán concluyó que, si reducimos los permisos en un tercio, el PIB aumentará 2,4% en 10 años. Y la recaudación anual promedio sumaría 0,3% del PIB a las arcas fiscales. Los números hablan por sí solos.

Ya no nos quejamos de los “lomos de toro”. Tampoco de la habitual “tramitología”. Si hacemos algún trámite, generalmente sabemos cómo empieza y cómo termina. Puede tomar más tiempo, pero hay un halo de certeza. La situación es diferente bajo el yugo de la permisología. En efecto, la palabra permiso es una licencia para hacer algo. Esa autorización depende de la voluntad de algo o alguien —cientos de servicios y miles de funcionarios—. La esperamos con paciencia. Pero, a diferencia de la tramitología, en la permisología hay incertidumbre. No sabemos si nos darán permiso. Tampoco sabemos cuándo lo darán. Esta es la realidad actual que transpira el logos de los permisos.

La distinción entre trámite y permiso es crucial. Perdidos en la selva regulatoria, aparece un Estado que ahoga. Es más, con la “permisología”, el Leviatán podría dejar de ser objetivo e imparcial para convertirse en una figura caprichosa o discrecional. El riesgo de esta percepción es enorme. La “permisología” conduciría a una arbitraria “permisocracia”. Así, la queja por los trámites sería la tiranía de los permisos.

El surgimiento espontáneo de la expresión permisología clama y exige cambios. Hoy, bajo un gobierno de izquierda, con el impulso del Ministerio de Economía, se abre la oportunidad para iniciar una cruzada contra la maraña regulatoria. Sabemos que a la izquierda le gusta que le pidan permiso. Y a la derecha no le gusta pedir permiso. Vaya ironía: ahora es el turno de la derecha para dar el permiso.

Mantener el statu quo tendrá serias consecuencias para el crecimiento, la inversión y esa política de acuerdos que añoramos. ¿Vamos a esperar que la palabra “permisología” aparezca en el diccionario de la RAE como un chilenismo, símbolo de nuestro estancamiento? No hay cómo ni dónde perderse.