Mucho se discute del distanciamiento de los políticos con la población.
Mucho se discute del distanciamiento de los políticos con la población. Estos intentan encontrar a través de sus iniciativas una instancia de acercamiento. Como la delincuencia es una preocupación prioritaria para la población, la legislación que aspira a controlarla suele ser un puente habitualmente utilizado para producir ese encuentro.
Frente a esta aspiración quedan, a veces, en segundo plano la efectividad y la conveniencia de las medidas que se promueven. La agenda corta que se acaba de aprobar es un reflejo de esta actitud. Así, por ejemplo, no importa que el control preventivo de identidad, a juzgar por experiencias similares en otros países, sea completamente inefectivo como medida para frenar la delincuencia y, en cambio, sea una fuente documentada de discriminación.
Con todo, se supone que es una política popular que rinde frutos políticos. Por cierto, ese hecho no es una buena razón para legislar. Pero más allá de eso, quiero poner en duda la aceptación ciudadana de la iniciativa. Hace varios años el CEP preguntó en una de sus encuestas si frente a la sospecha de que se va a cometer un acto terrorista, las autoridades debieran tener el derecho a detener y controlar a cualquier persona en la calle. El 44% sostuvo que sí o que probablemente deberían, mientras que el 50% sostuvo que no o probablemente que no deberían.
Estoy consciente de que la pregunta indaga un asunto distinto, pero me atrevería a sostener que el control preventivo tiene aún menos respaldo. Intuyo que en la población hay conciencia de que el poder coercitivo del Estado requiere ejercerse con prudencia y en situaciones justificadas. No es el caso. Así, no habrá réditos políticos. El paso del tiempo dejará en evidencia que se ha legislado mal y se ha cometido un error de proporciones.