El Mercurio, 5 de julio de 2015
Opinión

Fin de aportes de personas jurídicas, un enorme error

Harald Beyer.

El debate respecto de que las personas jurídicas no pueden donar a la política comienza a tener un tono moralizante más que deliberativo. «Impresentable» es quizás el más cándido de todos los calificativos que recibe esa posibilidad. Esta «indignación» desconoce que solo en el 22 por ciento de las democracias, de acuerdo a la fundación especializada IDEAS, hay prohibiciones explícitas de donaciones de empresas a candidatos y partidos. Democracias altamente valoradas, como las escandinavas, la inglesa o la alemana, carecen de ellas.

Entre las más conocidas que prohíben donaciones de corporaciones privadas se encuentran las de Estados Unidos y Francia. En el primero de estos países son suficientemente conocidas las diversas vías mediante las cuales las empresas logran burlar esas prohibiciones a través de distintos canales que son legales y que incluso están exentos de límites. Las cifras son gigantescas. Los controladores de la empresa cerrada más grande de Estados Unidos la han usado para, a través de vías legales, reunir 800 millones de dólares para influir en la próxima elección presidencial y parlamentaria. Algo de eso también ocurre en Francia; claro que en una escala muchísimo menor. Además, ahí cada cierto tiempo hay escándalos de financiamiento irregular que sacuden a la política.

Posiblemente estas sean las razones de que tantas democracias prefieran aceptar el financiamiento de personas jurídicas. Los partidos y los candidatos necesitan de recursos para desarrollar bien las tareas que la ciudadanía espera de ellos. Como todos los actores se benefician de un buen funcionamiento de la democracia, es razonable que haya espacios para que existan aportes desde distintas fuentes; por cierto, asegurando niveles razonables de igualdad en este financiamiento, una fuerte competencia política, imposibilidad de extorsión y ausencia de corrupción, entre otros factores.

Que el financiamiento provenga de rentas generales tiene al menos dos problemas. Por una parte, no hay un mecanismo evidente para asignar estos recursos. En general, se privilegia asignar por resultados electorales pasados en el caso de los partidos y presentes para los candidatos. Los efectos de este esquema son obvios: un partido que tenga un mal desempeño relativo en una elección tiene que invertir seguramente más en recuperar sus votaciones habituales, pero la forma en que se asignan los recursos actúa en su contra. Asimismo, los partidos y candidatos que van a la reelección tienen una ventaja inicial respecto de los nuevos no solo por sus mayores recursos, sino también por su mayor conocimiento. Así, los objetivos de igualdad y competencia políticas pueden verse lesionados.

Y por otra, el financiamiento público no es bien evaluado por la población y es difícil pensar que pueda crecer significativamente, sobre todo en los procesos electorales. En la elección de 2013, un poco más de la mitad del gasto electoral fue financiado privadamente; el 70% de este, aportado por empresas. En cambio, los aportes públicos sumaron un cuarto del total. Una solución podía ser bajar el gasto electoral imponiendo límites más estrictos, pero con distritos más grandes, voto voluntario y una creciente desideologización de la población no parece que esta estrategia sea viable si se quiere asegurar grados razonables de competencia política.

Una alternativa es permitir solo financiamiento de personas naturales, pero pensar que este se va a acercar al de las empresas es irreal. Una política con poco financiamiento es compleja no solo porque limita la competencia política, sino además porque abre la puerta a soluciones como la estadounidense y también a financiamientos ilegales o irregulares como lo han experimentado otras democracias que no permiten aportes de personas jurídicas. Es cierto que Chile también lo ha experimentado a pesar de tener canales legales. El aspecto interesante, sin embargo, es que todas las hipótesis que se plantean para explicar este comportamiento revelan que el mecanismo legal que se ha elegido para canalizar aportes de empresas -que debería estar abierto a todas las personas jurídicas- está cumpliendo con sus tres objetivos: evitar la extorsión, controlar la corrupción y poner límites razonables a los aportes de las personas jurídicas. El acento, entonces, hay que ponerlo en evitar que las personas jurídicas aporten al margen de este canal elevando las sanciones tanto al donatario como al donante.

El otro camino (el de la prohibición total) puede provocar una gran paradoja. Al prohibirse del todo los aportes de las personas jurídicas, más cuando Chile ha definido vías razonables para canalizarlos -habría que corregir sí los subsidios tributarios vigentes-, en lugar de independizar a los políticos del «poder del dinero», se va a lograr que este, a través de vías legales como en EE.UU. o irregulares, si no ilegales, como ocurre a veces en Francia y, más frecuentemente, en países como Letonia y Lituania -que también prohíben aportes de personas jurídicas-, influya mucho más en cómo se desarrolla la vida democrática en el país.