En estos momentos existe una batería de iniciativas educativas desplegadas desde el Ministerio de Educación que abarcan diversas dimensiones, pero que tienen como uno de sus propósitos centrales fortalecer las competencias y capacidades de los establecimientos subvencionados del país, en particular los de gestión pública. Ello se está materializando, tanto a través de proyectos de ley en el Congreso -entre los que se cuenta aquel que aspira a elegir mejores directores para las escuelas y liceos y dotarlos simultáneamente de mayores atribuciones- como también desde programas dirigidos desde el Ministerio de Educación -entre ellos, aquel que financiará la preparación de planes de mejoramiento institucional para el fortalecimiento de la calidad de la formación inicial de profesores-. En algunos aspectos estas propuestas continúan lineamientos definidos en gobiernos anteriores; en otros, perfeccionan instrumentos que se habían esbozado en el pasado, y también se abordan varios que se habían dejado de lado en los últimos años.
Son políticas que, más allá de los matices y perfeccionamientos que se puedan añadir en las instancias apropiadas, van en la dirección correcta y permiten abordar una serie de deficiencias presentes en nuestro sistema escolar. Así, de llevarse adelante e implementarse adecuadamente, podrían asegurar avances adicionales a los ya logrados en educación. Sin embargo, dentro de la oferta disponible de iniciativas hay unas pocas que son más difíciles de comprender y avalar. En particular, un plan de mil escuelas cuyos detalles aún no se conocen, pero que ya se ha anunciado y que comenzaría a ejecutarse en los próximos meses. Este plan aspiraría a dirigir desde el Ministerio de Educación, con distintos grados de asistencia externa, un programa de apoyo a establecimientos de bajo desempeño con el objetivo de elevar sus desempeños en plazos razonables, contribuyendo a través de esta vía a reducir, al menos en parte, las importantes brechas de desempeño que existen en Chile.
Es, por cierto, un objetivo loable. Pero ¿cuáles son las posibilidades efectivas de buenos resultados? Esfuerzos similares se hicieron en el pasado, y no es evidente que hayan tenido demasiado, si algún, éxito. ¿Por qué habrían de tenerlo ahora? Las experiencias fueron más bien amargas por las dificultades de cambiar desde fuera, de manera persistente, las prácticas pedagógicas de los establecimientos apoyados. La experiencia internacional enseña que esto es una tarea extremadamente difícil. ¿Por qué Chile sería la excepción? Por supuesto, ello no significa que no deba abordarse este desafío, pero deben elegirse bien los vehículos.
La paradoja es que el país y el Gobierno ya parecen haberlos elegido. Por una parte, existe un proyecto de ley en el Congreso -que viene del gobierno anterior y que formó parte del acuerdo de educación- que crea una agencia de calidad que supervisa a los establecimientos educacionales del país y les exige el cumplimiento de estándares educativos. Los establecimientos podrán acceder, si así lo estiman conveniente, a apoyos que les ayuden a satisfacer esos estándares, pero si no los cumplen en plazos razonables, dejarán de tener el reconocimiento oficial. Esta institucionalidad está muy en línea y perfecciona la que creaba la ley de subvención escolar preferencial.
Por otra parte, una mejor selección de directores y la entrega de mayores atribuciones para que éstos puedan desarrollar su labor es un complemento más que apropiado para esa nueva institucionalidad. Hay una coherencia clara entre ambas iniciativas e incluso se pueden reforzar, generando un mayor impacto en aprendizajes, que si sólo una de ellas se pusiese en práctica. Esta observación, en cambio, no se puede hacer respecto del plan de las mil escuelas. Se corre el riesgo de diluir las responsabilidades en lugar de precisar los ámbitos de acción de los distintos actores educativos, que es una tarea que el sistema escolar debe abordar con urgencia. Entonces, más que promover ese plan, parece pertinente concentrar los esfuerzos en asegurar que efectivamente los futuros directores sean de altas capacidades, que tengan los incentivos adecuados para desempeñarse en establecimientos vulnerables, que no estén demasiado limitados en sus atribuciones y que en el desarrollo de su labor sean supervisados de modo apropiado por instancias profesionales que tengan claro que su labor es de control y no de gestión.