El Mercurio, 26/5/2009
Opinión

Docentes: ¿Examen de habilitación obligatorio?

Harald Beyer.

Sabemos que un buen profesor hace una enorme diferencia al interior de una sala de clases. Así, usando información que proviene de mediciones de valor agregado, algunos estudios han estimado que un buen docente puede hacer avanzar a sus alumnos durante un año normal el equivalente a 1,5 año escolar. En cambio, el mal maestro hace avanzar a los mismos alumnos el equivalente a medio año lectivo. Esta es una razón poderosa para intentar atraer y retener a personas que puedan tener un excelente desempeño en el aula. Para nuestro país, éste es un desafío enorme. Se acumula la evidencia de que no estamos logrando satisfacer ese objetivo y tampoco estamos formando adecuadamente a los futuros docentes. Si no cumplimos con estos objetivos, la posibilidad de elevar la calidad de la educación chilena se volverá una tarea prácticamente imposible. Desde el punto de vista de la política educativa resulta frustrante, sin embargo, comprobar que no es evidente qué es lo que hace a un buen profesor.

En diversas investigaciones, las características cuantificables, como experiencia, grados académicos, perfeccionamiento, certificación, desempeño en exámenes varios, entre otras, explican una proporción muy menor de la varianza en el desempeño de los estudiantes que puede ser atribuida a los maestros. Un estudio seminal de Dan Goldhaber y colaboradores estimó que apenas un tres por ciento de dicha varianza puede ser atribuida a factores como los mencionados. Los únicos predictores que aparecen, de una manera más consistente, en los estudios que evalúan el impacto de los profesores en el aprendizaje de sus estudiantes son el desempeño de los docentes en pruebas de aptitud verbal y, en el caso particular de matemáticas y ciencias, el conocimiento de la disciplina. Aun así son efectos modestos. Con todo, pueden ayudar a explicar la creciente preocupación de los países por aspirar a seleccionar a sus docentes de los jóvenes de mejores desempeños en pruebas de admisión a la educación superior.

Es esta evidencia la que se debe sopesar a la hora de evaluar el examen obligatorio de habilitación para ejercer la docencia que se ha propuesto en el cuarto y último mensaje de la Presidenta Bachelet. La realidad es que estos exámenes, en los casos que se utilizan extensivamente, han mostrado tener a lo más un impacto muy modesto sobre los aprendizajes de los estudiantes. En Estados Unidos, casi todos los estados tienen sistemas de certificación. Ello ha permitido una amplia investigación empírica y la conclusión general, más allá de estudios específicos, es que no son evidentes los impactos de esta política sobre dichos aprendizajes. Más aún, la evidencia sugiere que la certificación permite el ingreso a la profesión docente de personas que son totalmente inefectivas en la sala de clases y deja fuera a otras que podrían ser muy efectivas. Es decir, provoca errores gruesos significativos.

Se hace difícil, entonces, defender de buenas a primeras esta propuesta. Ocurre con demasiada frecuencia en nuestro país que se distraen recursos humanos y financieros hacia políticas educativas cuya eficiencia y efectividad no son claras. La jornada escolar completa debería haber servido de lección. El último «Panorama de la Educación», publicación anual de la OCDE, nos recordaba que nuestros estudiantes de secundaria son los que, en el grupo de países considerado por esa institución, están expuestos a más horas de clases. Lamentablemente, no por ello aprenden más. Una política ciertamente cara, pero poco efectiva. El volumen de recursos que exigiría la habilitación obligatoria de los docentes es muy inferior, pero no por ello garantiza efectividad. Desde luego, habría sido razonable esperar si el examen de habilitación voluntario realizado a fines del año pasado permitía discriminar razonablemente bien entre profesores efectivos y aquellos que no lo son.

Si se toma en serio la evidencia internacional, la aproximación más razonable es dejar la decisión de las personas que tienen las competencias para desempeñar la carrera docente en manos de los establecimientos educativos. Éstos, en el futuro próximo, tendrán todos los incentivos para hacerlo, porque estarán presionados a satisfacer los estándares de aprendizaje que el Ministerio de Educación, con la aprobación del Consejo Nacional de Educación, defina. Un enfoque más descentralizado orientado a evaluar la efectividad en el aula de las personas interesadas en la docencia parece mucho más pertinente que esta evaluación centralizada que no asegura una buena selección de futuros docentes. Este enfoque, como ha ocurrido con otras políticas, no conseguirá los resultados deseados.