El Mercurio, domingo 21 de agosto de 2005.
Opinión

Instituciones, incentivos y política

Harald Beyer.

Un sistema electoral proporcional sería una camisa más apropiada para vestir nuestra democracia y lograr una representatividad más balanceada en beneficio de nuestra ciudadanía.

La importancia que juegan en el comportamiento humano los diseños institucionales y los incentivos que ellos generan se acepta en las más diversas esferas de la vida económica y social. La política, curiosamente, parecería estar ajena a estas consideraciones. Ello es lo que se desprende de algunas discusiones recientes respecto del sistema electoral y la selección de candidatos al parlamento.

La valiosa reforma constitucional aprobada recientemente ha quedado un poco opacada por esa espina clavada en nuestra democracia que sería el sistema electoral. Se anuncian, por consiguiente, proyectos destinados a enmendarlo. No cabe duda que las instituciones políticas del país tienen que evolucionar y el sistema binominal es un candidato serio a hacerlo. Las subidas, bajadas, traslados y blindajes de candidatos no hablan bien del funcionamiento que, en la práctica, está teniendo este mecanismo electoral.

Pero de ahí no se desprende que su reemplazo por un sistema proporcional sea la solución a las deficiencias del sistema actual. A menudo se lo defiende sosteniendo que éste recoge mejor la diversidad de «culturas» políticas del país. Los argumentos son plausibles. Aunque la adhesión a los partidos políticos está en retirada, una parte importante de la población sigue identificándose con un grupo amplio de éstos en lo que constituiría un reflejo de la tradicional diversidad política del país. Es más, los tres tercios, si se suman y restan los números adecuados, parecerían estar mucho más vigentes de lo que sugiere la presencia de las actuales dos grandes coaliciones políticas. Un sistema electoral proporcional sería, entonces, una camisa más apropiada para vestir nuestra democracia y lograr una representatividad más balanceada en beneficio de nuestra ciudadanía.

Ese análisis olvida, sin embargo, que para nada es evidente que esa diversidad de culturas políticas sea el resultado de una evolución espontánea. Más bien, décadas de un sistema electoral proporcional alimentaron el multipartidismo. Hay suficientes estudios empíricos que sugieren que el número de partidos o coaliciones que emergen en un país no es independiente de las instituciones electorales de un país. En ese sentido, si, además de la representatividad, se valora la gobernabilidad la apuesta por un sistema electoral proporcional puede ser errónea. En un sistema presidencial no parece ser fácil lograr gobernabilidad sin un sistema electoral de carácter más mayoritario. Por lo demás, en cuanto a diversidad de sensibilidades políticas y culturales no parece ser que éstas sean menores en el Partido Republicano que en la Alianza o en el Partido Demócrata que en la Concertación.

Por eso es que existen mecanismos institucionales precisos para resolver las disputas entre candidatos alternativos de un mismo partido. De nuevo aquí es importante considerar que los diseños institucionales afectan el comportamiento de los políticos. En un régimen presidencial es un desafío lograr que los políticos inviertan en fortalecer sus capacidades legislativas. En el mundo actual los políticos no obtienen precisamente reconocimiento a través de su trabajo parlamentario. Por ello, la persecución de las cámaras, las grabadoras y los micrófonos periodísticos se puede volver irresistible. Se corre el riesgo de tener políticos profesionales pero legisladores amateurs. Este equilibrio no es necesariamente sano para el país. Es posible que todos ganemos si se produce un reacomodo que premie el trabajo legislativo

Una de las labores de los partidos es producir nuevos equilibrios a través de la selección de sus líderes potenciales. En la medida que los partidos cumplan bien con esta labor los políticos tendrán, en las actuales circunstancias, incentivos para invertir en el trabajo legislativo. Pero si los partidos renuncian a esta tarea, los políticos recibirán una señal clara respecto de cuál es el juego que tienen que desarrollar. La consecuencia de largo plazo es relativamente obvia: el Congreso quedará en la práctica aún más debilitado de lo que actualmente está frente al Poder Ejecutivo. Por cierto, este escenario no es muy sano para nuestra democracia, que recién se ha fortalecido con la aprobación de las reformas constitucionales.

Si los partidos no son capaces, por las razones que sean, de llevar adelante su tarea de seleccionar apropiadamente a las figuras que desean presentarle a la opinión pública se requiere un mecanismo alternativo de selección de candidatos. Las primarias obligatorias parecen un mecanismo interesante de explorar. En ellas el buen legislador tiene oportunidades de convencer a los electores más afines de las bondades y pertinencia de su labor. Después de todo, los ciudadanos son sensatos y capaces de dejarse convencer por los buenos argumentos antes que por los despliegues mediáticos. Pero un modelo donde los partidos quieren seguir seleccionando a sus líderes y al mismo tiempo son incapaces de sustraerse de los juegos pirotécnicos es un mundo donde el trabajo legislativo serio puede quedar definitivamente sepultado. Parece oportuno comenzar a pensar en los diseños institucionales más apropiados para transformar votos en escaños y seleccionar candidatos al Congreso.