El Mercurio, domingo 8 de mayo de 2005.
Opinión

Política de novedades

Harald Beyer.

Las campañas políticas no parecen poder sostenerse sobre un discurso reflexivo, de matices, que recoja las complejidades propias del arte de gobernar.

A veces cuesta pensar que novelas como «Los hermanos Karamazov» o «La guerra y la paz» puedan escribirse en nuestros días. Algo que no deja de ser inquietante. Es inevitable quedarse con la impresión de que los escritores actuales enfrentan en desventaja la competencia con ese mundo de imágenes cambiantes y múltiples que es la televisión, fortalecida, además, por el control remoto que permite pasearse por escenarios completamente distintos en pocos segundos. La velocidad con que pasan las escenas delante de nuestros ojos es imposible de reproducir en la novela y posiblemente mal acostumbra al lector, que muchas veces antes que crear en su cabeza su propia película quiere que ésta se revele apenas sus ojos entran en contacto con la tinta de los libros que hojea.

En este mundo la tarea del buen escritor no debe ser nada de fácil. Intentar atraer con un argumento, con reflexiones, con personajes complejos, en fin, con una trama sofisticada a un lector que está sometido a un bombardeo de estímulos fugaces y cambiantes, seguramente se vuelve cuesta arriba. Algo similar debe ocurrirles a los políticos. Los buenos políticos, esos que tenían una visión del país que querían construir, parecen estar en retirada. Las campañas políticas no parecen poder sostenerse sobre un discurso reflexivo, de matices, que recoja las complejidades propias del arte de gobernar. Ese discurso ha sido reemplazado por la producción de imágenes y cuñas, un verdadero festival de propuestas que no siempre tienen la coherencia entre sí y menos una explicación adecuada de los problemas que pretende solucionar.

Por cierto, no es esto lo que se espera cuando se reclama por un debate centrado en contenidos. La gracia, como lo revela la experiencia de otros países, es definir una visión de los desafíos del país y luego plantear las políticas que se estima son necesarias para abordar esos desafíos. En Chile, en cambio, los desafíos parecen impuestos al mundo político desde afuera, de manera prácticamente análoga, como el rating impone a la televisión los programas y las imágenes que transmite todos los días. No cabe duda de que una situación de esta naturaleza también tiene ventajas, porque obliga al mundo político a acercarse a la ciudadanía. En general, las experiencias políticas que se llevan adelante muy alejadas de los votantes rara vez acarrean resultados muy productivos.

Pero a diferencia de lo que ocurre en la televisión, donde la población busca principalmente entretención, en la política también se busca un proyecto que aglutine al país y que sin dejar de lado sus intereses más concretos invite a alcanzar un determinado objetivo que finalmente sea del interés de todos. En caso contrario, el político pasa a ser como esos vendedores de los buses de la locomoción colectiva que a menudo (cuando los dejan subirse a ellas) nos ofrecen la novedad del año. Y la verdad es que el producto que ofrecen es al final de cuentas bien poco novedoso. En política, la «compra» de novedades es mucho más riesgosa que arriba del microbús. La competencia por ofrecer propuestas novedosas puede traducirse en una competencia por populismo e irresponsabilidad, que una vez que se alcanza el gobierno es difícil de detener.

Hasta ahora, las candidaturas a la Presidencia de la República han logrado controlar la presión por entrar en esta carrera, pero en ocasiones se acercan al límite. En parte, porque no han sido capaces todavía de articular una visión de qué es lo que quieren para el país. Pero, también, por esa visión de que la competencia política puede expresarse actualmente como una demanda ciudadana por planteamientos novedosos que van cambiando tan rápido como lo hacen las imágenes que emanan de ese televisor sometido a la tiranía del control remoto. Así, si Lavín representó la novedad el año 1999, ahora la representaría Bachelet. La conclusión parecería ser que la única forma que tendría Alvear para frenarla, o Lavín más adelante, sería creando esa explosión de color, vitalidad o truculencia que nos obliga a detener el dedo que presiona el botón que cambia los canales de nuestro control remoto. Y claro, la discusión, entonces, discurre hacia la posibilidad de lograr aquello. Pero también es una abierta invitación a lanzar propuestas cada vez más provocadoras que atraigan la atención del ciudadano.

El verdadero sentido de la política se debilita y se pierde de vista la situación en la que como país efectivamente estamos, y hacia dónde debemos seguir avanzando. El escritor que abandona sus convicciones literarias y que finalmente quiere sólo satisfacer a sus lectores rara vez logra convertirse en un buen escritor. Perseverar es ciertamente difícil, pero está el consuelo de que los lectores cuando se atreven con Dostoievski o Tolstoi rara vez quieren abandonarlos.